Por Natalie Angier
A veces sobrevivir significa mentir, robar o desaparecer al instante.
Cuando Macbeth escuchó que no tenía nada que temer hasta que el bosque empezara a moverse hacia su castillo, el tirano suspiró aliviado, pues “¿quién puede dar órdenes al bosque, pedirles a los árboles que arranquen sus raíces y se muevan?”.
Es obvio que Macbeth nunca había visitado la Isla Barro Colorado en Panamá.
Son las nueve de la noche y está tan oscuro como boca de lobo, pero en el haz de luz de mi lámpara se distinguen partes de árboles que parecen arrancarse y vagar a placer. Una ramita de 10 centímetros zumba y choca contra una rama cercana. Una hoja verde se mueve entre una pila de hojas cafés, pero no encuentra nada de interés y se arrastra hacia otra pila.
Me acerco para echar un mejor vistazo a los caminantes, sabiendo lo que son y, sin embargo, sorprendida por el grado de detalle, por la seriedad casi cómica del engaño que encarnan. La “ramita” es un insecto-palo, magnífico espécimen del orden Phasmatodea. Su cubierta exterior es una imitación muy convincente de una corteza rayada, y su cuerpo tubular y cabeza tienen brotes falsos y cicatrices de hojas: los pequeños bultos y huecos que hacen que una rama se vea “ramosa”.
Durante el día estos insectos se mueven muy poco y es casi imposible distinguirlos del fondo arbolado que imitan, lo cual es precisamente el objetivo: permanecer invisibles a los depredadores que usan su visión aguda para cazar. Pero, cuando llega la noche, los saltamontes que semejan palos y hojas se sacuden su estado vegetativo para alimentarse –hojas y detritos del bosque–, permitiéndonos admirar sus disfraces milenarios gracias a nuestras modernas luces artificiales.
El mimetismo nos atrae y nos perturba al mismo tiempo. En la infancia jugamos a disfrazarnos y a imaginar que somos esto o aquello, y logramos comprender a otras personas al pretender ser ellas. Nuestras farsas más elaboradas –como Halloween o el Día de Muertos– con frecuencia se mezclan con nuestros temores más profundos. ¿Qué asesino de Hollywood que se respete puede ser visto sin su máscara, al estilo del famoso cuadro de Munch, o sin la peluca de su madre?
El mimetismo en la naturaleza puede encantarnos o bien repugnarnos pero, sin importar nuestro juicio humano, una cosa es cierta: estafar funciona, y en el mundo natural hay muchos que son como el cirquero P.T. Barnum, que abarcan todo el reino animal y engañan todos los sentidos. Los biólogos apenas han empezado a contar las legiones de farsantes o a descubrir los detalles evolutivos y genéticos del disfraz de cada impostor. A veces el truco sirve como camuflaje, y así el insecto evita ser detectado por depredadores o le permite cazar, y en muchos casos ambos: en Panamá encontré un mántido que se veía como un puñado de ramitas de achicoria, disfraz perfecto para un sigiloso cazador de insectos comehojas que a su vez es codiciado por reptiles y pájaros insectívoros. Otras veces, el timador quiere que su mercancía sea llamativa y ese es su principal objetivo. Un pez sapo menea la cabeza hasta que su protuberancia carnosa se mueve como gusano y atrae a otros peces. Las orquídeas malolientes echan retoños que son flores purpúreas y fétidas que se ven y huelen como carne muerta, y así atraen moscas carroñeras, que aterrizan en la flor, se empapan de polen y, con suerte, ayudan a la orquídea a reproducirse.
La forma sensorial que toma un acto de mimetismo varía dependiendo de las aptitudes sensoriales del público objetivo del imitador. Como primates visuales, los mimetismos que más reconocemos los humanos son los que están adaptados para engañar al ojo, como las ranas de río que se agachan en el cauce y se ven tan pulidas, redondas e inorgánicas como las piedras a su alrededor. Pero también existe el mimetismo vocal, como es el caso de una deliciosa especie de polilla tigre que ahuyenta a los murciélagos emulando los chasquidos ultrasónicos que produce un tipo de polilla tóxica que detestan.
Luego está el mimetismo del olfato, como en el caso de la araña bolera. Esta “perfumista loca” atrae polillas macho secretando una copia perfecta de los aromas de las hembras. Hay hasta mimetismo táctil, que incluye un hongo parásito que vive en las cámaras internas de los montículos de termitas, donde puede permanecer cálidamente, húmedo y sin competencia. Las termitas son amas de casa muy meticulosas. ¿Cómo es que este hongo provoca su aceptación en lugar de su expulsión? Adopta la forma y textura de huevos maduros de termita.
Tres sapos hoja, recolectados en un radio de pocos metros, casi desaparecen en el suelo del bosque en Panamá. Sobrevivir en el trópico, donde casi todo es alimento de algo más, requiere artimañas para engañar a los depredadores. Foto de Christian Ziegler.
Las fábulas del mimetismo pueden sonar como historias de O. Henry: extraños dilemas que se resuelven elegantemente. Por ejemplo, las orugas comen de forma voraz. Devoran muchas hojas a lo largo de su vida. A los pájaros les gustan las orugas gordas y, mientras vuelan, buscan señales que indiquen actividad de orugas, por ejemplo hojas dañadas. Para frustrar la búsqueda aérea, una especie de oruga ha adoptado un estilo muy original para comer. En lugar de despedazar las hojas al azar, la oruga de la familia Geometridae corta las hojas cuidadosamente y con mucha destreza, como costurera con sus tijeras, aquí y allá, zig y zag. Para cuando la oruga ha terminado, las hojas podrán ser mucho más pequeñas, pero sus bordes mantienen su forma natural.
A veces, la mejor estrategia es tener una apariencia macabra. En un reporte reciente publicado en la revista Proceedings of the National Academy of Sciences de Estados Unidos, Leslie Saul-Gershenz y Jocelyn Millar describen el caso del abominable escarabajo carraleja y la heroica abeja solitaria. Este escarabajo vive en los desiertos del suroeste de Estados Unidos. Las hembras ponen sus huevos sobre manchas de hierba en las que abejas solitarias buscan alimento. Las aproximadamente 1 000 larvas salen del huevo simultáneamente y de inmediato se juntan apretándose entre sí. Forman un óvalo oscuro y peludo. Viajan por las briznas de hierba hacia arriba y hacia abajo, como unidad inseparable. Se ven y actúan justo como una abeja solitaria hembra. Poco después, secretan una feromona que las hace oler como la abeja hembra. Una abeja macho aterriza en lo que cree es una posible pareja, y las larvas se cuelgan de su cuerpo. Decepcionado del encuentro, y al parecer sin reparar en su cargamento, vuela en busca de un nuevo amor. Si encontrara una abeja hembra auténtica, las larvas de escarabajo al instante se desprenderían de él para aferrarse a ella. La hembra las llevaría justo adonde quieren ir: su nido lleno de provisiones. Las larvas se asentarían y madurarían atiborrándose de néctar, polen y, lo mejor de todo, los huevos de la abeja.
Pero incluso las imitaciones más astutas de la naturaleza carecen de diseño inteligente. El mimetismo ejemplifica la evolución por selección natural: la lucha incesante en la que los padres engendran crías que se perderán casi todas por efecto del azar o las duras leyes de la naturaleza que eliminan a los más débiles. Si tu ligero parecido con el estiércol de pájaro te da una ventaja suficiente para que sobrevivas y te reproduzcas, tu prole podrá heredar tu funda de guano. Quizá alguno hasta te supere como impostor de excremento y, tras unos cuantos centenares de generaciones, la característica quede esparcida en toda la población y sea el ideal de tu especie.
El mimetismo también muestra lo desordenada e improvisada que puede ser la evolución. Por ejemplo, Ximena Nelson y Robert Jackson reportan en Proceedings of the Royal Society acerca del dilema del macho Myrmarachne, una araña saltadora. Como algunas de las arañas saltadoras del mundo, han evolucionado hasta verse como hormigas, estrategia que aprovecha la antipatía de muchos depredadores hacia estos insectos sociales agresivos, armados y ecológicamente dominantes. Pero las arañas macho tienen un problema con la estrategia básica, ya que los rituales de apareamiento requieren partes bucales alargadas que pueden arruinar el efecto hormiga. La evolución ha hecho un arreglo: mientras las arañas hembra se ven como hormigas ordinarias, los machos parecen cargar algo en sus colmillos, como hacen a veces las hormigas obreras. ¿Ingenioso? Sí, pero no perfecto. Resulta que aunque los machos son igual de efectivos que las hembras para repeler a los cazadores hormigofóbicos, caen víctimas de depredadores cuyos blancos son hormigas con menos posibilidades de defenderse: las que están ocupadas cargando algo.
A los científicos les intriga particularmente el mimetismo imperfecto, en el cual un organismo a duras penas se parece a otro. En algunos casos, este estado primitivo indicaría un linaje que empieza el viaje del mimetismo, donde la evolución apenas ha comenzado a perfeccionar el engaño. En otros casos, la pobreza del mecanismo se debe a que la especie imitada se ha hecho distinta de sus imitadores. Si eres tóxico y portas colores llamativos para advertir a los depredadores, y luego tu coloración la copian demasiados aprovechados que sí son comestibles, tu marca perderá valor y será menos eficaz.
El mimetismo también puede ser útil para competir, seducir, aprender o hacer amigos. Entre las aves canoras y las ballenas jorobadas, los machos parecen copiarse sus cantos cuando compiten. Algunos delfines duplican los saltos de otros. Los pericos son maestros del remedo y los monos, grandes imitadores, por eso los orangutanes pueden aprender a cocinar panqués, los chimpancés a cazar con herramientas y nosotros a compararnos con un día de verano y a reflejar la alegría de los demás con una sonrisa.
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Natalie Angier es una escritora ganadora del Premio Pulitzer.
Fuente: National Geographic.
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