Los biólogos moleculares saben que lo que hace funcionar a las células, y por ende, al organismo, son, sobre todo, las enzimas, y los receptores de diversas moléculas en la superficie celular. Las enzimas aceleran las reacciones bioquímicas y hacen posible el metabolismo y el uso de la energía de los alimentos. Los receptores son moléculas que reaccionan ante una señal química exterior a la célula y ponen en marcha mecanismos conducentes, en general, al funcionamiento de genes determinados que afectan al funcionamiento celular. Curiosamente, la práctica totalidad de los receptores son también enzimas o actúan poniendo en funcionamiento un enzima.
Como es sabido, existen dos posibilidades para el desarreglo celular: que algo no funcione, o funcione menos de lo normal, o que funcione demasiado y sin control. Cuando una enzima o un receptor funcionan menos de lo normal es difícil conseguir que funcionen mejor actuando farmacológicamente sobre ellos. Sin embargo, es mucho más fácil conseguir mediante fármacos que lo que funciona en exceso deje de hacerlo. De esta manera se consigue inhibir algunos procesos que pueden ser dañinos de quedar incontrolados, como, y sólo es un ejemplo, la inflamación. Muchos fármacos antiinflamatorios bloquean algunos de los receptores que participan en el proceso inflamatorio. Este bloqueo consigue que la inflamación se reduzca, lo que protege nuestros tejidos de los efectos nocivos de un proceso inflamatorio demasiado intenso.
Por imitación
Así pues, la mayoría de los fármacos existentes hoy actúan inhibiendo un enzima o un receptor y la manera en que lo consiguen es imitando la estructura química de las moléculas que los ponen en marcha. Con una estructura química similar, los fármacos pueden unirse precisamente en el sitio del enzima o del receptor que interacciona con la molécula natural que los hace funcionar. Al enlazarse al mismo lugar al que lo hace la molécula natural, el fármaco impide la unión de ésta y el enzima o el receptor no pueden ejercer su función.
Para encontrar nuevas moléculas con actividad farmacológica, las compañías farmacéuticas y los laboratorios de investigación se han dedicado a la búsqueda de moléculas que pudieran unirse al sitio funcional de las enzimas o receptores identificados como dianas terapéuticas. Por ejemplo, la familia de las estatinas, fármacos que reducen el nivel de colesterol en sangre, está constituida por moléculas que se unen al sitio activo de la principal enzima reguladora de la síntesis del colesterol, lo que causa una disminución de su producción.
Pero uno de los problemas con los fármacos inhibidores por imitación de una estructura química dada es que, debido a que en la mayoría de los casos existen otros enzimas o receptores similares a los que se desea inhibir, actúan también sobre éstos, lo que causa efectos secundarios indeseables. Es decir, su estructura química no es lo suficientemente específica de una diana terapéutica determinada. Por otra parte, en algunos casos sería deseable no inhibir, sino activar la actividad de una determinada enzima o receptor, y este tipo de fármacos carecen de esta capacidad.
Para otros sitios
Afortunadamente, rara vez los científicos se duermen en los laureles, e incluso a veces se les aparece la virgen de la ciencia que les ilumina nuevos caminos. Así sucedió con el diazepam, también conocido como Valium, un fármaco que posee propiedades ansiolíticas y sedantes, además de actuar como un relajante muscular. Cuando este fármaco se descubrió, en 1963, se desconocía su mecanismo de acción. Hubo que esperar a estudios efectuados en los años 80 para que se demostrara que el Valium se unía al receptor de un neurotransmisor, llamado ácido gamma-amino butírico (GABA). Cuando el GABA interacciona con su receptor, produce una inhibición de la actividad neuronal, por eso nos relaja.
Curiosamente, se comprobó que el Valium no se fijaba al sitio funcional del receptor donde el GABA se unía, imitando la acción de éste, sino que se enlazaba en otro sitio del mismo. Más interesante aún fue comprobar que esta unión no inhibía, sino que aumentaba la activación del receptor cuando el GABA estaba presente, pero no tenía efecto en ausencia de esta sustancia natural.
Y esto es lo que idealmente un buen fármaco debería hacer: no siempre sustituir o impedir, sino modular la acción de las sustancias naturales de nuestro organismo. En este sentido, el Valium, por casualidad, es un ejemplo de una nueva clase de fármacos que poseen esta propiedad, llamados fármacos alostéricos -del griego allos (otro) y stereos (sitio)-. Estos fármacos se fijan a sitios de enzimas o receptores diferentes a los que se unen las sustancias naturales que los activan, modulando su acción. Además, pueden ser por ello mucho más específicos de un tipo de receptor o enzima dado, lo que reduce la probabilidad de efectos secundarios.
La industria farmacéutica se encuentra investigando activamente para identificar nuevos fármacos alostéricos. En los últimos años se han puesto en el mercado al menos dos nuevos fármacos de este tipo; otros más se encuentran ya en la fase de ensayos clínicos. Es de esperar que pronto podamos todos beneficiarnos de ellos, si nos fuese necesario.
Fuente: El País.
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