La cantidad de humedad en el planeta Tierra no ha cambiado. El agua que bebían los dinosaurios hace millones de años es la misma que hoy cae en forma de lluvia. Pero, ¿habrá suficiente para un mundo mucho más poblado?
Un reportaje de National Geographic
Por Barbara Kingsolver
Fotografías de Jim Brandenburg / Minden Pictures
Mi hija y yo estamos atentas a las maravillas que cada mañana nos salen al paso cuando bajamos por el sendero de casa para ir a por el autobús escolar. Y todas son el reflejo de la magia del agua: una telaraña cargada de rocío como un collar de brillantes, una garza del color de la lluvia que echa a volar desde la orilla del riachuelo… Una mañana increíble nos visitaron las ranas. Decenas de ellas irrumpieron a nuestros pies, brincando, describiendo arcos saltarines y mostrando sus barrigas blancas, como si se hubiera desatado una lluvia de anfibios que marcara el inicio de una nueva era acuática.
Otro día encontramos una tortuga mordedora, con su arcaico caparazón verde oliva. Normalmente esta criatura no sale de las lagunas, pero alguna oscura ambición la había llevado a adentrarse en nuestro sendero de grava, aprovechando la semana lluviosa como un trampolín para ir de nuestra granja a algún otro sitio.
El pequeño riachuelo sin nombre que atraviesa nuestra finca nos tiene maravillados. Antes de mudarnos al sur de la región de los Apalaches, vivimos durante años en Arizona, donde un curso de agua permanente de este tamaño sería me recedor por sí solo de una reserva natural. En Arizona, el estado del Gran Cañón, todo te recuerda que el agua puede cambiar la faz de la tierra, pues es capaz de partir la roca del desierto y abrir un abismo de kilómetro y medio de profundidad e infinidad de matices. Allí las ciudades son como bases espaciales, que importan cada mililitro de agua dulce de ríos distantes o de acuíferos fósiles. Es tal la tendencia humana a considerar el agua un derecho incuestionable que en las plazas de las ciudades de Arizona aún borbotean las fuentes, los agricultores siguen con los cultivos de regadío y los jubilados riegan su césped porque les recuerda los verdes prados del hogar que dejaron atrás. Pero la verdad acecha detrás de todas las fantasías, y los habitantes del desierto cuentan meses entre una lluvia y otra, viendo cómo los correcaminos se disputan las valiosas gotas que se escapan de un grifo en el jardín. El agua es vida. Es el caldo salobre de nuestros orígenes, el palpitante sistema circulatorio del mundo. Constituye las dos terceras partes de nuestro cuerpo, como el mapa del mundo; nuestros fluidos vitales son salinos, como el océano.
Aunque a veces subestimamos a la Madre Agua, los humanos sabemos que es ella quien manda. Levantamos nuestras civilizaciones en la costa y a orillas de ríos caudalosos. A nada te memos más que a la falta de agua, o a su exceso. En los últimos tiempos hemos provocado un aumento de la temperatura media de la Tierra de 0,74 °C, algo que podría parecer intrascendente. Pero estas palabras no lo son: inundaciones, sequía, huracanes, nivel del mar en aumento, diques que no resisten… El agua es la cara visible del clima, y por tanto, del cambio climático. Cuando varían los regímenes de lluvias, algunas regiones se inundan y otras se secan. La naturaleza nos da así una lección de física: el aire caliente retiene más moléculas de agua que el aire frío.
Los resultados están a la vista en las castigadas costas desde Luisiana hasta Filipinas, donde el aire sobrecalentado del océano produce tormentas colosales como nunca habíamos conocido. En los parajes áridos, la misma ley de la física amplifica la evaporación y la sequía, visible en las granjas polvorientas de la cuenca del Murray-Darling, en Australia. En las cumbres del Himalaya están retrocediendo los glaciares, cuya agua de fusión abastece a zonas muy pobladas. La tortuga mordedora que encontré en el sendero de mi casa debía de estar buscando un terreno más elevado. El verano pasado sufrimos una serie de inundaciones que pudrieron los tomates en las plantas y obligaron a nuestros agricultores a acogerse por tercer año consecutivo a las ayudas para zonas catastróficas. La década pasada nos dejó más lluvias torrenciales que nunca, con tormentas de las que descargan cientos de milímetros en un solo día, echan a perder las cosechas y tumban postes telefónicos y grandes árboles cuyas raíces no tienen suficiente agarre en la tierra saturada de agua. Calificar hoy esos desastres de «situaciones excepcionales» parece una broma. Cuando el tiempo meteorológico nos ha dado ya suficientes sorpresas, es imposible permanecer indefinidamente sorprendidos.
¿Cómo es posible que el mundo cambie tanto ante nuestros ojos? Todo lo que sabemos se basa en los ritmos del planeta: el agua fluye desde las cumbres nevadas, la lluvia y el sol llegan en sus respectivas estaciones. El lenguaje humano apareció seguramente para que los mayores explicaran a sus hijos esas constantes. ¿Qué de beríamos decirles ahora? ¿Que a la certeza de las cosas se la llevó la riada, que la mató la sequía?
El valle del Bajo Piura, un mundo a años luz de mi húmedo hogar, es una gran cuenca con las arenas del holoceno más secas que jamás se me han metido en los zapatos. El desierto de Piura, que ocupa 36.000 kilómetros cuadrados desde el litoral noroccidental de Perú hasta el sur de Ecuador, alberga gran cantidad de especies espinosas endémicas. Los manuales describen esta ecorregión como «seca» o «muy seca», y el extremo sur del Bajo Piura es lo más seco de todo. Entre enero y marzo puede recibir unos 25 milímetros de lluvia, dependiendo de los caprichos de El Niño, según me explicó mi chófer mientras avanzábamos dando tumbos por el lecho seco del río Piura, «pero algunos años no llueve nada». Atravesamos durante horas campos incrustados de sal, arruinados por años de regadío, y valles castigados por un sol cegador donde no vive nada, excepto grupos diseminados de Prosopis pallida de raíces profundas, probablemente el árbol me jor adaptado a la sequía, y, extraordinariamente, algunas familias dispersas de Homo sapiens.
Son refugiados económicos en busca de tierra gratis. En el Bajo Piura la encuentran, pero allí la vida tiene otros costes, y los frágiles ecosistemas áridos también pagan su precio, porque la gente acelera la desertización al talar todo lo que pueden para obtener leña. Lo que me llevó allí como periodista fue un innovador proyecto de reforestación. Un grupo de conservacionistas peruanos, en colaboración con la ONG Heifer International, estaba asesorando a la población en la cría de cabras, que comen el fruto del mezquite autóctono, rico en proteínas, y dispersan sus semillas por el desierto. A la sombra de un refugio construido con ramas, una joven madre colocó una olla sobre un fuego alimentado con estiércol y me enseñó a hacer queso fresco con leche de cabra. Pero no le resultaba fácil encontrar tiempo para ordeñar las cabras cuando ella y todas las mujeres que conocía tenían que caminar unas ocho horas al día para ir a buscar agua.
Los maridos estaban perforando un pozo cerca. Trabajaban con palas, encofrado de madera contrachapada para revestir el pozo de hormigón, centímetro a centímetro, y un cabrestante hecho a mano para bajar a un hombre hasta el fondo y sacar a la superficie cubos de arena. Una docena de trabajadores con sombreros de paja se apartaron del pozo para dejarme inspeccionar su obra, de la que hasta ese momento sólo habían extraído una montaña de arena, seca como el polvo. Me asomé al fondo de ese agujero negro, y no pude reprimir las lágrimas. No podía entender tanta perseverancia y me preguntaba cuánto tiempo más resistiría aquella gente acorralada antes de que la falta de agua pudiera con ellos y los obligara a marcharse a otro lugar.
Cinco años después siguen sacando arena seca, y su difícil situación es como un microcosmos de la vida en este planeta. No hay otro sitio adonde ir. El 40 % de los hogares del África subsahariana está a más de media hora del suministro de agua más próximo, y la distancia va en aumento. Los agricultores australianos no pueden seguir a las lluvias, que se han desplazado hacia el sur y ahora caen en el mar. Un salmón que se topa con una presa cuando intenta regresar a su torrente natal no puede cambiar de planes. Tenemos que cavar ese pozo todos juntos, y emplearnos a fondo.
Desde niña he oído que si levantas la vista desde el fondo de un pozo ves las estrellas, incluso de día. Aristóteles escribió al respecto, y también Charles Dickens. La imaginaria visión de ese círculo de cielo cuajado de estrellas me ha servido de consuelo en muchas noches oscuras. El problema es que no es verdad. La civilización occidental no ha tenido prisa en renunciar a ese mito. Los astrónomos lo creyeron durante siglos, pero al final algunos lo pusieron a prueba y la simple observación les demostró que era una ilusión.
Tampoco ha tenido prisa la civilización en renunciar al mito de la infinita generosidad de la Tierra. Convencidos de que ésa era la realidad, nos negamos a ver las pruebas en su contra. Explotamos los acuíferos y desviamos los ríos. Ahora está cayendo en picado el nivel freático en países que sostienen a la mitad de la población mundial. Con nuestros dispendios, hemos excedido nuestro crédito. En 1968 el ecólogo Garrett Hardin escribió un ensayo titulado La tragedia de los bienes comunes, desde entonces lectura obligada para los estudiantes de biología. Trata de problemas que sólo se pueden solucionar mediante «un cambio en los valores humanos o las ideas sobre moral» en situaciones en que la búsqueda racional del interés personal conduce a la ruina colectiva. Los pastores que comparten unos prados de propiedad común, por ejemplo, incrementarán poco a poco los rebaños hasta destruir el recurso por sobrepastoreo. En lugar de eso, lo correcto es lle gar a un acuerdo para la autoimposición de unos límites, algo que desde el punto de vista del interés personal sería impensable en un principio. A pesar de que nuestras leyes llevan implícita la invariabilidad de la moral, Hardin sostuvo que «la moralidad de una acción depende del estado del sistema en el momento en que dicha acción se lleva a cabo». Seguramente no era pecado cazar alguna paloma migratoria norteamericana para hacerse un pastel de carne cuando esta ave, hoy extinguida, abundaba en el continente.
El agua es el bien común fundamental. Hubo un tiempo en que los ríos parecían tan ilimitados como aquellas palomas que, por su número, oscurecían el cielo, y la idea de proteger el agua parecía tan ridícula como la de embotellarla. Pero las reglas cambian. En repetidas ocasiones las sociedades han estudiado los sistemas hidrológicos y han redefinido lo que consideraban un uso racional. Ahora Ecuador se ha convertido en el primer país del mundo en consagrar en su Constitución los derechos de la naturaleza, de tal modo que los ríos y los bosques no son simples propiedades sino que mantienen su derecho a prosperar y florecer. Bajo esa legislación, un ciudadano puede acudir a los tribunales en nombre de una cuenca fluvial degradada, porque la sociedad reconoce que su salud es de vital im portancia para el bien común. Es posible que otros países sigan el ejemplo de Ecuador. Las facultades de derecho están ahora reformando sus programas de estudios para comprender y reconocer los derechos de la naturaleza.
Sobre mi escritorio, un vaso de agua capta la luz de la tarde, y yo sigo en busca de maravillas. ¿De quién es esta agua? ¿Cómo puedo decir que es mía si su destino es pasar por los ríos y los seres vivos, en un ciclo eterno? Es una reliquia antigua y resplandeciente, temporalmente confinada en mi vaso, lista para reunirse otra vez con el resto del agua y mover montañas. Es la moneda de cambio de la biología, y lo bueno es que podemos conservarla de innumerables maneras. A diferencia del petróleo, el agua siempre estará con nosotros. Nuestra confianza en la infinita generosidad de la Tierra era hasta cierto punto fundada, pues cada gota de lluvia volverá tarde o temprano al océano, y éste ascenderá al firmamento en forma de nubes. Pero hasta cierto punto era también infundada, porque nosotros no somos importantes para el agua, sino a la inversa. Nuestra misión consiste en encontrar maneras razonables de sobrevivir dentro de sus límites. El impulso de los hechos demostrados, la guía de la ciencia y el empeño por proteger los bienes comunes serán las herramientas de un nuevo siglo. Si contemplamos nuestro planeta de agua con los ojos abiertos a la maravilla y el asombro, sabremos mejor lo que está en juego, y comprenderemos cuál es nuestro lugar.
Fuente: National Geographic
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