LA CIENCIA SE COMPONE DE ERRORES, QUE A SU VEZ SON LOS PASOS HACIA LA VERDAD (JULIO VERNE).
jueves, 10 de junio de 2010
Dejar el coche en casa nos haría más humanos
¿Por qué no aprovechamos el ánimo actual de la población para reconsiderar críticamente intereses adquiridos y situaciones heredadas que, por utilizar la expresión más benevolente, son cuando menos “raras”? ¡Dios mío! Con todo lo que se ha hablado de consumo energético y la consiguiente producción de gases con efecto invernadero y cambio climático, ¿por qué no aprovechamos para echar una mirada a costumbres inveteradas que se justifican difícilmente en el mundo que se avecina?
Vamos a ver: ¿cuántos de mis lectores son conscientes de que gastamos nada menos que el 40 por ciento de toda la energía –limpia, contaminante como la gasolina o radiactiva como la nuclear– en el transporte y un 80 por ciento de este volumen en el transporte por carretera? Solamente el 20 por ciento restante, en transporte por ferrocarril, marítimo o aéreo. Si queremos hacer algo en aras de la felicidad de la gente y el cambio climático, es muy difícil olvidar –lo están haciendo multitud de gobiernos, incluido el nuestro– que la mitad del transporte por carretera que acabamos de cuantificar porcentualmente se hace utilizando vehículos privados. ¿Hemos reparado alguna vez en el cuantioso perjuicio que causan los coches nuevos con que soñamos al irnos cansados a dormir? En primer lugar, el coche lo utilizamos para recorridos inferiores a seis kilómetros en promedio, lo que permite imaginar que no sería difícil encontrarle sustitutos limpios, como la bicicleta, el metro o las cintas transportadoras.
En segundo lugar, son aterradoras las estadísticas sobre el tiempo que pasamos encerrados, casi herméticamente, en los coches que conducimos en ciudades atascadas por el exceso de tráfico. ¿Alguien se ha parado a pensar en el volumen de dolor causado por los accidentes de tráfico? Vamos en cabeza de Europa en muertes por accidentes, pero la devastación causada por las lesiones producidas a las personas que han sobrevivido, de las que nunca se habla, no es menor. Lisiados, parapléjicos, familias angustiadas por el dolor abrumador de sus seres queridos; la retahíla de ese vía crucis al que se condena a miles de seres humanos no tiene fin. Dejemos para otra ocasión el tema del ruido o, para hablar con mayor propiedad, el de la contaminación acústica. El consumo de energía en la industria es de sólo el 20 por ciento. Lo podemos olvidar. El otro 40 por ciento lo consumimos en edificios, con toda su parafernalia de aires acondicionados y calefacción, que acaparan la mitad de ese gasto.
Dejemos a los políticos el detalle de las medidas que podrían tomarse para mejorar el cambio climático, ahorrar energía o paliar el dolor de las situaciones producidas por la estructura del consumo citado. El ahorro tanto como el aumento de la felicidad de los ciudadanos, generado por reformas mínimas, no es nada despreciable. Desde la calle –y amparados por la irrupción de la ciencia y la cordura en la cultura popular–, ¿quién negaría la necesidad de transferir parte del transporte exagerado y contaminante por carretera al ferrocarril electrificado?, ¿quién negaría la necesidad de no subvencionar la compra de coches –como se viene haciendo–, sino la de dificultar como en Londres su acceso al centro de las ciudades?, ¿quién no constataría que cada grado de variación de temperatura por encima de 21º C supone aumentar el consumo energético en un 7 por ciento?, ¿quién necesita más de 25º C, incluso en los inviernos más fríos? ¿Es muy alocado pensar que, en lugar de tanto parking subterráneo, se pudiera alojar y sustentar la maquinaria de cintas transportadoras en la calle, de tapis roulants que dicen los franceses?
En tiempos de crisis hay quienes son partidarios de quedarse quietos, mientras que el resto –yo creo que la gran mayoría de la gente en la calle– considera que ha llegado el momento de cambiar de opinión.
Fuente: Eduard Punset.
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