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jueves, 11 de febrero de 2010

El amor está en el aire

Lo hacen los pájaros, lo hacen las abejas, incluso las plantas lo hacen.

Por Rob Dunn
Fotografía de Martin Oeggerli


Los humanos a menudo no apreciamos todo lo que tenemos, como la capacidad de caminar, gatear o incluso, después de haber bebido una copa de más, arrastrarnos hasta un adorable ejemplar del sexo opuesto. Las plantas no tienen ese privilegio.
Durante gran parte de la larga historia de la vida vegetal terrestre, las plantas tenían que estar muy cerca unas de otras, casi tocándose, para emparejarse. Los musgos dispersan su pálido esperma con la lluvia para que su flujo vital vaya flotando hasta sus congéneres cercanos, como hacían otras plantas primitivas, pero ese método de reproducción requiere humedad. Al principio, la vegetación sólo podía sobrevivir en rincones húmedos del planeta donde las gotas de agua comunicaran regularmente a los machos con las hembras. La mayor parte de la Tierra era de color pardo.
Un buen día, hace más de 375 millones de años, las cosas cambiaron. Un linaje de plantas desarrolló granos de polen y semillas, y desde entonces nada volvió a ser lo mismo. Pero llamemos a las cosas por su nombre. El polen venía a ser el esperma de las plantas, con dos espermatozoides por grano, rodeados por una membrana a menudo dorada, que es a la vez protección y vehículo. Si en la larga novela de las plantas el conflicto narrativo era la distancia entre los amantes, el polen fue la solución que los uniría, a través de metros o incluso de un continente a otro. Fue el truco evolutivo que transformó el mundo, ha ciendo posible el sexo entre desconocidos.

Fuente: National Geographic

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