LA CIENCIA SE COMPONE DE ERRORES, QUE A SU VEZ SON LOS PASOS HACIA LA VERDAD (JULIO VERNE).
domingo, 6 de septiembre de 2009
Orquídeas: Armor y mentiras.
¿Cómo esparces tus genes cuando no te puedes despegar del suelo? Engañando a los animales, incluidos los humanos, para que se enamoren.
Por Michael Pollan
Nosotros los animales no damos a las plantas el crédito que se merecen. En inglés, cuando queremos tachar a alguien de inepto o superfluo, decimos que es una “planta en maceta”. Llamamos “vegetales” a las personas que han sido reducidas a un estado de absoluta impotencia, quienes han perdido la mayoría de las herramientas esenciales para vivir. Pero las plantas se las arreglan muy bien y lo han hecho así durante millones de años, antes de que nosotros llegáramos. Es verdad que carecen de ciertas habilidades, como la locomoción, la capacidad de usar herramientas y el fuego, el milagro de la conciencia y el lenguaje. Para animales como nosotros, estas son las herramientas de supervivencia que consideramos más “avanzadas”, y no es de sorprenderse, ya que hasta ahora representan el pináculo de nuestro viaje evolutivo. Pero la próxima vez que te veas tentado a celebrar la conciencia humana como la cima de la evolución, detente y piensa de dónde sacaste esa idea. Conciencia humana. No es una fuente muy objetiva.
Así que celebremos otras proezas evolutivas, de esas que atraerían mucho más a la prensa si la historia natural la hubiesen escrito plantas y no animales (supongo que un artículo escrito por un bípedo de nombre Pollan tendrá que bastar). Mientras nosotros perfeccionábamos la locomoción, la conciencia y el lenguaje, las plantas estaban muy atareadas desarrollando otra clase de trucos que toman en cuenta el hecho clave de su vida: la cualidad de tener raíces y estar siempre en el mismo lugar. ¿Cómo esparces tus genes cuando no te puedes despegar del suelo? Te vuelves extremadamente bueno en cosas como la bioquímica, la ingeniería, el diseño, el color y el arte de manipular a las criaturas más “avanzadas”, incluyendo animales como nosotros. Pienso específicamente en una de las familias más grandes y diversas de plantas con flores: las 25 000 especies de orquídeas que a lo largo de 80 millones de años han logrado colonizar seis continentes y prácticamente todos los hábitats terrestres concebibles, desde los desiertos del oeste de Australia hasta los bosques nubosos de América Central; desde el dosel de la selva hasta el subsuelo, desde las remotas cumbres de las montañas mediterráneas hasta salas de estar, oficinas y restaurantes en todo el mundo.
¿Cuál es el secreto de su éxito? En una palabra: el engaño. Aunque algunas orquídeas sí ofrecen las convencionales recompensas de comida a los insectos y pájaros que llevan su polen de planta en planta, alrededor de un tercio de las especies de orquídeas descubrieron hace mucho, de manera inconsciente, por supuesto, que pueden ahorrarse el néctar e incrementar sus probabilidades de reproducción por medio de artimañas, visuales, aromáticas, táctiles o las tres a la vez. Algunas orquídeas atraen a las abejas haciéndose pasar por flores productoras de néctar, mientras que otras, como la orquídea drácula, atraen mosquitos mediante una colección de olores desagradables, desde el de los hongos y carne podrida hasta el de orina de gato y pañal de bebé. Pero quizá el engaño más ingenioso de todos lo elaboran las orquídeas que ofrecen la promesa de sexo. Y no es exactamente sexo normal. De hecho, es muy extraño.
Esperando observar algo de ese sexo botánico, este bípedo viajó recientemente a Cerdeña, una isla montañosa que se encuentra a 190 kilómetros de la costa oeste de Italia, azotada por el viento y poco poblada, conocida por su biodiversidad floral y los secuestros humanos (es evidente que el engaño está en el aire). Fui en busca de uno de los géneros de orquídeas más ingeniosos y diabólicos: Ophrys (algunos botánicos le dicen la “orquídea prostituta”). Había estado ansioso de verla y conocer a su desafortunado polinizador desde que leí acerca de su estrategia reproductiva, que involucra lo que mi guía de campo denominó “engaño sexual” y “pseudocopulación”. Lo que aprendí sobre la orquídea prostituta me forzó a cambiar radicalmente mi apreciación de lo que una planta astuta es capaz de hacerle a un animal crédulo.
En el caso de esta Ophrys en particular, ese animal es un pariente del abejorro. La orquídea no le ofrece néctar ni polen como recompensa; en lugar de eso, seduce a las abejas macho con la promesa de sexo abejuno y luego frustra el deseo que ha provocado para asegurar la polinización. La orquídea lleva a cabo su engaño sexual imitando la apariencia, olor y hasta la experiencia táctil de una abeja hembra. La flor, en otras palabras, trafica con algo muy parecido a una metáfora: esto representa aquello. Nada mal para un vegetal.
Recolectar orquídeas puede ser un trabajo arduo en muchos lugares, pero en la montañas de Cerdeña las Ophrys crecen como la mala hierba en un sendero. Cuando florecen en abril se pueden ver desde un auto en movimiento. De cerca, el labio inferior, o labelo, de estas diminutas orquídeas se parece mucho a una abeja vista desde atrás. Esta pseudoabeja, que en algunas especies de Ophrys incluye también pelaje falso y lo que parecen codos y alas iridiscentes dobladas, se ve como si tuviera la cabeza metida en una flor verde formada por los sépalos de la orquídea. Para reforzar el engaño, la orquídea emite un aroma casi igual a las feromonas de la abeja hembra.
Cuando se trata de polinizar una orquídea, el engaño sexual tiene un porcentaje de éxito irregular (hablaré más tarde sobre esto), pero cuando sí sirve, funciona de este modo: la abeja macho auténtica se posa en el labelo e intenta aparearse o, en palabras de un texto de botánica, comienza a “realizar movimientos que parecen un intento anormalmente vigoroso y prolongado por copular”. Durante estos esfuerzos inútiles, la abeja empuja la columna de la orquídea (una estructura que contiene los órganos sexuales masculinos y femeninos) y dos bolsas amarillas llenas de polen (llamadas polinia) se le adhieren a la espalda gracias a una sustancia que es como un pegamento de secado rápido. La frustración se acumula hasta que la abeja se da cuenta de que ha sido engañada. De pronto, se va volando, en desesperada búsqueda de una compañera más auténtica.
Había algo conmovedor en la abeja que encontré, volando locamente con lo que parecían un par de abultados tanques de oxígeno amarillos atados a su espalda. La habían timado con la promesa de sexo –sexo abejuno–, cuando en realidad le ofrecieron sexo vegetal y, sin saberlo la abeja, que ahora buscaba una segunda unión más satisfactoria, estaba a la mitad de ese acto. Se sabe que los botánicos se refieren a las abejas que cargan polen como “penes voladores”, pero la mayoría de las abejas desempeña ese papel sin darse cuenta, pensando más en comida que en sexo. No es así para la pobre, engañada, abeja de las orquídeas.
La estrategia de polinización de las Ophrys es, como la de tantas otras orquídeas, ingeniosa, intrincada, astuta y aparentemente improbable –tanto que los partidarios del diseño inteligente a veces ponen a las orquídeas como ejemplo de que una inteligencia superior (y muy sádica) dirige la naturaleza–. Sin embargo, las peculiaridades del sexo de orquídeas ofrecen, de hecho, uno de los grandes estudios de caso de la selección natural, como el propio Charles Darwin comprendió. A Darwin le fascinaban las estrategias de polinización de las orquídeas y, aunque no lograba entender el propósito del extraordinario parecido de las Ophrys con las abejas (la pseudocopulación no se observó sino hasta 1916), nos enseñó mucho de lo que sabemos acerca de estas plantas en La fecundación de las orquídeas, libro que publicó inmediatamente después de El origen de las especies. De hecho, algunos científicos creen que si hubiera publicado primero su libro sobre las orquídeas, la teoría de la selección natural habría enfrentado menos escepticismo. ¿Por qué? Porque Darwin identificó en las orquídeas estructuras florales “tan perfectas como las más hermosas adaptaciones del reino animal”. Se tomó mucho trabajo para demostrar cómo incluso los rasgos más insólitos de estas plantas cumplen una función reproductiva, y muchas de tales estructuras están tan perfectamente adaptadas, tanto a los requerimientos de la planta como a la morfología de sus polinizadores, que le ofrecieron a Darwin pruebas muy elegantes de su extravagante teoría.
Sin embargo, estas estrategias de polinización tan barrocas dan lugar a preguntas difíciles para los evolucionistas. Dado que la selección natural muy rara vez premia las complicaciones innecesarias, ¿por qué no todas las orquídeas se han quedado con la estrategia de polinización más directa, basada en una recompensa de néctar? Y, ¿cómo es que sus prácticas sexuales se volvieron tan elaboradas? Y, ¿qué ganan sus polinizadores embaucados? Si la respuesta es que sólo obtienen frustración, entonces ¿por qué la selección natural no desaparecería a esos insectos insensatos que desperdician su tiempo apareándose con el equivalente en la naturaleza de la muñeca inflable?
Botánicos y biólogos evolutivos han encontrado respuestas fascinantes a muchas de estas preguntas. El biólogo evolutivo John Alcock propone dos explicaciones de por qué algunas orquídeas habrían evolucionado para evitar una estrategia simple de recompensa de néctar. Cuando los botánicos experimentaron agregando esta recompensa a una orquídea que normalmente carece de néctar, descubrieron que los polinizadores se quedaban más tiempo, visitando alegremente otras flores en la misma planta y en otras cercanas. Sin embargo, esto no favorece a la orquídea porque la endogamia produce semillas de menor calidad. En comparación, la cruza con otras plantas o mezclar los genes propios con parejas lejanas incrementa el vigor y variabilidad de la descendencia, y así se maximizan las aptitudes. La frustración sexual de una abeja engañada resulta una parte esencial de la estrategia reproductiva de la orquídea. Decidida a no cometer el mismo error, la abeja viaja cierta distancia y, si la suerte favorece a la orquídea, terminará pseudocopulando (y dejando su carga de polen) con otra orquídea lejana. Esta probablemente lucirá y olerá sólo un poco distinto a la primera, y algunos botánicos creen que estas pequeñas variaciones de planta en planta son parte de la argucia de las orquídeas para que las abejas no aprendan a evitar las flores. El término botánico para esta adaptación es “mimetismo floral imperfecto”. Piénsalo: justamente la imperfección del mimetismo de la orquídea puede ser parte de la perfección de su estrategia reproductiva.
Otra razón por la que las orquídeas se han retirado del negocio restaurantero quizá tenga que ver con los beneficios de desarrollar una relación con un solo polinizador muy devoto. El néctar, además de ser metabólicamente costoso para la flor, es apreciado por tantos animales distintos que atrae todo tipo de chusma que quizá no lleve tu polen al destino adecuado. En cambio, si produces un olor que atraiga exclusivamente a los machos de una especie de abejas en particular, puedes asegurar que tu polen llegará precisamente adonde quieres: al estigma de una orquídea de tu propio tipo, pero que no sea una pariente cercana.
Las orquídeas han destacado en derivar nuevas especies, y sin embargo es sorprendente que haya tan pocas plantas de orquídeas en el mundo. Su rareza relativa en el paisaje hace esencial que tengan estrategias de polinización especializadas para esparcir su polen de manera eficaz –a diferencia de los pastos, por ejemplo, cuyo polen simplemente lo esparce el viento–. Sin embargo, que sean pocas asegura su supervivencia. Si las orquídeas timadoras fueran mucho más comunes, sus trucos dejarían de funcionar, ya que dependen de la ubicuidad de las flores honestas. El engaño de las orquídeas sólo puede triunfar en un mundo donde la mayoría de las cosas en la naturaleza es realmente lo que aparenta: donde el olor de carne podrida indica carne podrida y las flores sí ofrecen néctar y no se disfrazan de insectos.
Parece justo decir que cuando se trata de su propio sexo, las orquídeas han optado por la calidad y no la cantidad. Si bien el engaño sexual no siempre surte efecto con todos los polinizadores ni lo hace todo el tiempo, a veces sí funciona. Y eso es más que suficiente para la orquídea. La razón es que cada polinia contiene una cantidad formidable de granos de polen y, una vez que estos han llegado a su destino, para la fecundación de la flor, cada cápsula de semillas resultante contiene también una cantidad formidable de semillas. Así, mientras en las orquídeas el sexo puede ser una aventura amorosa con una coreografía extraña e intrincada, lo que sucede luego de que ha tenido lugar es mera cuestión de desenfreno y azar. Las semillas de orquídea son tan pequeñas y minimalistas que ni siquiera contienen una fuente de alimento para el embrión en desarrollo. Esto requiere que la orquídea, una vez más, recurra a la amabilidad de los extraños; en este caso, la de un hongo endofítico. Si todo va bien (y nuevamente, es raro que así sea), las hifas del hongo infiltran la semilla de orquídea y proporcionan los nutrientes que el embrión en desarrollo necesita para crecer. ¿Qué obtiene el hongo de esta relación? No estés seguro de que obtiene algo; después de todo, se trata de orquídeas.
Gaspar Silvera cultiva y recolecta orquídeas en Panamá; le gusta usar sombreros de paja y está casado con una mujer llamada Flor. Él se preparó como agrónomo y desde que se jubiló de su trabajo en el gobierno se ha dedicado a rescatar orquídeas de la amenaza del progreso y al laborioso trabajo de propagarlas. El fotógrafo Christian Ziegler y yo volamos hasta su vivero, en Chilibre, después de que nos avisara por teléfono que una de sus Coryanthes había florecido. Esta es la orquídea centroamericana con la que se hacen ramos, una especie que cuesta mucho trabajo mantener contenta cuando se cultiva. Esperábamos ser testigos de una de las escenas de polinización más intensas de la naturaleza, apta sólo para adultos.
Para cuando llegamos al vivero, la flor de color amarillo canario –un artilugio complejísimo y asombrosamente desgarbado– ya se estaba desvaneciendo, aunque todavía emitía un potente aroma a eucalipto y albaricoque. Apenas unos días antes la flor se había abierto mostrando la elaborada ingeniería de sus pétalos; el perfume dulce y especiado había hecho salir de los bosques cercanos a una pandilla de abejas euglosinas macho, los parientes lustrosos, iridiscentes y sin aguijón de los abejorros.
Las abejas competían entre sí por el espacio entre las curvas resbaladizas de la intrincada flor, directamente encima de un labelo que forma un cubo profundo en el que la flor vierte a gotas un líquido claro y un poco viscoso.
No es néctar.
Las abejas visitantes se afanan en raspar con sus patas delanteras la superficie cerosa de la flor para liberar los aromas. Después los transfieren a los sacos que portan en sus patas traseras como si fueran diminutas billeteras. Lo que pretenden exactamente no se compendió sino hasta 1966, cuando un botánico llamado Stefan Vogel se dio cuenta de que las abejas estaban recolectando los ingredientes químicos necesarios para crear un aroma. Muchos animales que dependen de aromas para atraer pareja los producen ellos mismos. No así la abeja euglosina, que busca un conjunto específico de ingredientes y los obtiene no sólo de orquídeas, sino también de ciertas hojas y hongos. Una vez que logra reunirlos, los mezcla “a mano” para preparar el perfume que luego esparce en su cuerpo; entonces agita las alas liberando un seductor aroma a alcanfor y flores que atrae a la hembra.
Pero la orquídea cubo exige un alto precio por su contribución a ese perfume. Cuando las abejas se empujan entre sí tratando de conseguir sus ingredientes aromáticos, una o más de ellas puede perder pie en el pétalo resbaladizo y zambullirse en el cubo. Esto no sería problema, salvo porque el líquido viscoso del cubo inutiliza temporalmente las alas de la abeja. Ella lucha todo lo que puede para trepar por las resbalosas paredes del cubo hasta que tropieza con una serie de escalones que la conducen hacia arriba y afuera del líquido por un estrecho pasadizo que lleva a la parte trasera de la flor. Cuando la abeja, aturdida y empapada, se escurre con dificultad por el túnel, pasa por debajo de un dispositivo de resorte que (¡adivinaste!) le pega un par de polinias amarillas en la espalda. Si todo sale de acuerdo con el plan (de la orquídea), la abeja secará sus alas, volará hasta otra Coryanthes, se sumergirá de nuevo en un cubo y en su camino para salir del pasadizo, sin darse cuenta, dejará su mochila amarilla en pequeños ganchos adaptados precisamente para ello. Cumplida la polinización, la orquídea cubo cerrará la tienda, recogiendo sus extravagantes pétalos en una pila de tejido amarillo arrugado.
El caso de la Coryanthes es un ejemplo feliz de una orquídea y su polinizador que se benefician mutuamente, pero no siempre sucede así. Si empieza a parecer que desconfío de las orquídeas es porque he visto lo que pueden hacer con algunos de mis camaradas animales. Hay un video en YouTube, un fascinante fragmento de pornografía entre especies, donde puedes ver cómo una orquídea de lengüeta australiana engatusa y luego humilla a una avispa.
La orquídea de lengüeta (Cryptostylis) atrae a su polinizador desplegando un aroma que se parece mucho al de la feromona de la avispa hembra (Lissopimpla excelsa). La avispa macho se posa en el labelo con forma de lengua, primero la cola, y empieza a copular con la flor explorando su interior con la punta de su abdomen hasta que se topa con las polinias pegajosas, que entonces se adhieren a la parte posterior del insecto como un par de colas amarillas.
El juego de ponerle colas al polinizador apenas es el principio de la humillación para la avispa; con la orquídea de lengüeta pasamos de la pseudocopulación a un mundo todavía más perverso. La mayoría de las veces, la avispa, en el ajetreo de sus vanos afanes sexuales, de hecho eyacula dentro de la flor. Seguramente esto representa la conducta de inadaptación más extrema y cabe esperar que la selección natural trate con severidad a una criatura tan tonta que despilfarra sus genes en relaciones sexuales con una flor (la literatura científica lo describe como un “costoso desperdicio de esperma”), lo que deberían ser malas noticias tanto para la avispa macho como para la orquídea que depende de ella. Pero, como tantas otras cosas en el estrambótico mundo sexual de las orquídeas, el asunto no es tan simple.
Al parecer, en algunas especies de insectos, como la Lissopimpla excelsa, las hembras pueden reproducirse con o sin el esperma de un macho. Si lo tienen, producen la proporción habitual de hijos e hijas; si no lo tienen, sólo producen descendencia masculina. ¡Qué conveniente! Para la orquídea de lengüeta, claro. Al inducir a las avispas macho a desperdiciar el esperma en sus flores, estas orquídeas reducen la cantidad disponible para las avispas hembra y así se aseguran de contar con una población aún mayor de polinizadores. Y no sólo eso; la sobreabundancia de avispas macho aumenta la competencia por las hembras, lo que hace que estos machos desesperados sean menos quisquillosos al elegir pareja y mucho más propensos a dejarse seducir por una flor.
¿Y qué hay de la pobre avispa? ¿Por qué la selección natural no ha acabado con un insecto tan bobo como para relaciones sexuales con flores? La mejor explicación que he escuchado es la de John Alcock, quien dice que, aunque la avispa ocasionalmente llegue a desperdiciar sus genes en una planta, su “entusiasmo sexual extremo” sigue siendo una mejor estrategia para un insecto que ser precavido al elegir una pareja sexual. Haciendo un balance resulta que practicar sexo con cualquier cosa que se mueva produce más descendencia, incluso si algunas veces conduce a un desastre romántico.
Aprender todo esto sobre las orquídeas hace que uno las admire más, pero quizá las quiera menos, y lleva a preguntarse si también nosotros hemos sido presa de sus engañosos encantos. Al igual que las abejas euglosinas que recolectan aromas, nosotros las usamos en ramilletes o extrayendo su esencia para elaborar perfumes con el fin de comunicar nuestras intenciones románticas y atraer parejas. Para ello nos hemos servido de las orquídeas por lo menos desde 1818, cuando un inglés experto en plantas, llamado William Cattley, rescató de la basura un bulbo de orquídea que se había utilizado como material de empaque en un cargamento de plantas tropicales. El florecimiento de ese ejemplar desató una pasión victoriana por las orquídeas que, de hecho, nunca se ha apagado.
Incluso el nombre de la planta proviene de la palabra griega para testículo y no se refiere a sus flores sino a sus bulbos, órganos a los que desde hace mucho se les atribuyen propiedades afrodisíacas. Pero no hace falta ser freudiano para discernir un fuerte subtexto sexual en la pasión por estas flores, especialmente entre los hombres; en cualquier visita a una muestra de orquídeas uno puede apreciar cómo sufren de un exagerado “orquidelirio”, el término de los victorianos para nombrar la locura que estas flores inspiran. De acuerdo con Eric Hansen, autor de Fiebre de orquídeas, a los victorianos les ofendía la “flagrante sexualidad” de las orquídeas, y no se está refiriendo a la sexualidad de los insectos o las plantas. El crítico victoriano John Ruskin describió estas flores como “apariciones lascivas”.
¿Lascivas? ¿Será posible que los humanos miren una orquídea y, como las ingenuas abejas euglosinas o los inocentones machos de avispa, lo que vean sea una aparición de anatomía femenina (en realidad así le ocurrió a Georgia O’Keeffe)? ¿Podría ser que el cableado del sexo vegetal y del animal se hayan entrecruzado en los cerebros humanos al igual que entre los insectos? Ese accidente de la evolución ha demostrado ser afortunado para la orquídea, si no mira todo lo que hacemos los humanos por esas flores: los precios que pagamos por ellas, los riesgos para nuestra vida y nuestros miembros que corremos para recolectarlas, el cuidado con que las tratamos…
Esos eran mis pensamientos mientras miraba a Gaspar Silvera desplegar un par de fórceps delgados para desprender una polinia de una orquídea cubo que no había logrado atrapar a una abeja euglosina (“supongo que podrías decir que a mí también me manipulan las orquídeas”, me comentó al terminar de contarme una enmarañada historia sobre lo que es capaz de hacer para obtener ejemplares de muy alta calidad). Con el pulso firme de un joyero, Silvera utilizó los fórceps para tomar la base de la polinia y luego la presionó contra una hendidura en la columna de otra flor. Dentro de cinco años Silvera podría contar con una flor nueva, muy preciada, y la orquídea tendrá una descendencia que de otro modo no habría conseguido.
Desde que floreció el primer híbrido de orquídea preparado por humanos (el primero en el mundo occidental se registró en 1856), nos hemos convertido también en importantes polinizadores de orquídeas, de manera quizá más intencionada que las abejas, pero atraídos, al igual que ellas, para favorecer los intereses de la orquídea, asistiéndola en su afán de dominar el mundo.
Se han registrado hasta hoy 100 000 orquídeas híbridas, la mayoría descendientes de matrimonios insólitos entre plantas con escaso parentesco que nosotros concertamos y que de otro modo serían literalmente inconcebibles.
Y no es que esto fuera alguna vez parte de los planes de la orquídea. En la evolución no existe la planeación, por supuesto, sólo el ciego azar. Pero en el momento en que la orquídea tropezó con una de las llaves del deseo humano y la utilizó para abrir nuestros corazones, conquistó todo un mundo nuevo –el nuestro– y reclutó un amplio grupo de animales crédulos y más que dispuestos a atender su llamado. Aceptémoslo: la orquídea ya nos timó a todos.
Fuente: National Geographic
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